En
España, los diputados son seres obtusos que, aun representando la soberanía
popular, sólo se guían por la disciplina de partido. Tienen voz y voto en el
Congreso, pero la realidad es que ni siquiera ejercen la libertad de expresión,
pues no dicen lo que piensan individualmente, sino que siguen las directrices
del aparato, esa suerte de demiurgo que, como su nombre indica, hace que sus
cuerpos se muevan articuladamente, siguiendo los hilos de la marioneta. Fuera
de las Cortes, los diputados a veces se atreven a decir lo que piensan, pero de
puertas adentro siguen las directrices del líder, esa especie de dictadorzuelo
que ha encontrado su hábitat natural en los partidos políticos, unos organismos
anquilosados que se han convertido en verdaderos parásitos de la democracia, con
unas bases dirigidas del mismo modo que los diputados electos en los grupos
parlamentarios: a golpe de mandato. Los partidos políticos no dejan de ser
organizaciones privadas que cumplen una función pública, pero en España se han
comportado como sectas que han ido corrompiendo la Administración pública,
convirtiendo algunas comunidades autónomas en reinos de taifas enemigas o
aliadas del partido del Gobierno central, incapaz de ejecutar políticas que
deberían ser comunes para todos los españoles en educación, sanidad o servicios
sociales. Lo hemos visto con el PP, el PSOE y los partidos nacionalistas; lo
vemos ahora con las nuevas formaciones políticas, con Podemos y Pablo Iglesias
como caso paradigmático. Amparados en las diferencias que existen entre lo que
exige la soberanía popular y el ejercicio del poder político, los partidos
tienen secuestrada a la sociedad española, pues han olvidado su papel de servicio
público. Y es pública su principal fuente de financiación, atendiendo
precisamente al número de escaños obtenidos en el Parlamento y al número de
votos obtenidos en las últimas elecciones. Pero ¿debemos financiar con fondos
públicos a estas organizaciones que se dedican a crear conflictos en vez de a
solucionarlos? Si en un país ideal, los partidos políticos serían un
instrumento fundamental para la participación política y el vehículo para la
formación y manifestación de la voluntad popular, en este vodevil llamado
España se han convertido en el arquetipo de los defectos del ciudadano español:
fatuo, pendenciero, vocinglero, envidioso y derrochador. Según el diccionario,
una de las acepciones de disciplina es “observancia de las leyes y
ordenamientos de una profesión o instituto”. Aunque también puede ser un
“instrumento cuyos extremos son más gruesos y sirve para azotar”. ¿Unas
terceras elecciones? La disciplina de partido es el cáncer de la democracia.
IDEAL (La
Cerradura), 4/09/2016
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