sábado, 7 de febrero de 2015

La cultura de la mesa



La cultura española es una cultura gastronómica que nada tiene que ver con la cocina de autor, sino con los manteles de hule y las barras de cinc y de madera, con el olor rancio de los barriles de roble y de las chacinas colgadas de las vigas de la cocina, con la olla de San Antón que se come estos días en Granada o con la caldereta de marisco que sólo saben hacer en Punta Umbría. Los restaurantes son templos para el viajero, ansioso de repetir la ceremonia más íntima del culto al cuerpo, que siempre empieza por el paladar. Así, las rutas gastronómicas son también rutas sentimentales, y ya que los sentidos nos ayudan a curar el alma, una buena carta es también una receta para alcanzar el cielo. Es algo que sabemos en Andalucía, donde a falta de buenos políticos tenemos fantásticos cocineros.
Reconozco que cuando me acuerdo de un lugar, empiezo recordando algún restaurante, quizá porque las mejores conversaciones se producen en la sobremesa. En la Barbera, en Almerimar; en el Alambique, en Jaén; en el Puerta del Mar, en Nerja; en el Pesetas, en Salobreña; en la Taberna del Anteojo, en Cádiz; en la Peña y Pepe Aguado, en Ugíjar; en el restaurante Sol y Sombra, en Ronda; en la Taberna el Rinconcillo, en Sevilla; en la Taberna Salinas, en Córdoba; en La Bodega, en Huelva; o en el Torcuato, en pleno Albayzín. Cualquiera me vale en buena compañía. Y es que parece ser el único arte que todavía vive en Andalucía: el arte de la conversación y de la mesa. A los demás disfrutes del alma se les ponen estorbos, pero nadie discute las bondades de nuestros bares y restaurantes que, aliados con el clima, son el sostén de nuestra economía. En la cocina y en las barras, los restauradores aguantan los envites de las hordas de bárbaros, a los que aplacan con vino y seducen con buenas viandas. Y qué más se puede pedir. La desconfianza extingue la amistad, pero amistad y carácter se renuevan con delicias culinarias. Será que tenemos hambre de historias.
Manuel Vázquez Montalbán, que a través de Pepe Carvalho sabía aunar ambas cosas, decía: “Yo suelo plantear la cocina como una metáfora de la cultura. Comer significa matar y engullir a un ser que ha estado vivo, sea animal o planta. Si devoramos directamente al animal muerto o a la lechuga arrancada, se diría que somos unos salvajes. Ahora bien, si marinamos a la bestia para cocinarla posteriormente con la ayuda de hierbas aromáticas de Provenza y un vaso de vino rancio, entonces hemos realizado una exquisita operación cultural, igualmente fundamentada en la brutalidad y la muerte”. Y cómo se echa de menos a este periodista de verdad, que creció en el Raval de la posguerra y se alzó con su pluma sobre la miseria.
La cocina es una metáfora de la cultura, y es por eso que hoy día la comida desaparece del plato en los restaurantes de postín, capaces de reducir un solomillo de cerdo a un pedacito de carne, que más bien parece un bocado de aire, con un nombre pomposo, eso sí, del estilo “cerdo volador al aroma de tomillo”; y así nos quedamos con hambre. Pero, como los de Carvalho, la base de nuestros gustos la forma una materia esencial: el paladar de la memoria, que es la cocina popular, pobre, imaginativa y tan artística que llega a ser sustanciosa. Por eso, en estos días de frío, las abuelas vuelven a hacer potajes. Ellas, pasados los años, sostienen con sus guisos a las familias. Y esa es la cultura que nos interesa.
El Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 6/02/2015

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