sábado, 8 de febrero de 2014

Milenios


Visto desde el cielo, el mapa de Andalucía no es rojo o azul, ni siquiera blanco y verde, más bien parece la barbilla del continente europeo, deseoso de adentrarse en el océano. Se ven nubes que acarician la tierra, montañas y ríos, núcleos urbanos y vehículos recorriendo las carreteras como un hormiguero; pero no se ve a las personas, nunca se ven, como si hiciera falta que uno aterrice para que se materialicen y te demuestren que has llegado a casa. Tampoco la impronta de las ciudades tiene que ver con una idea política. El viajero tiende a despojarse de su ideología y a convertirse en un observador más objetivo de la realidad, que ve el oriente en las cúpulas de la ciudad de Cádiz, o la ruina que amenaza algunas partes del Albayzín, a pesar de su historia milenaria. Porque las ciudades deben estar orgullosas de su pasado, pero también aprender a crecer con él, para que ese pasado, de algún modo, respire en el presente. Es lo que ocurre en Córdoba, donde pasear por sus calles es tender puentes de un milenio a otro, sin más eventos que el cuidado esmerado de su patrimonio.
En ese sentido, la celebración del Milenio de Granada ha sido una oportunidad perdida para la ciudad. Una conmemoración que era la excusa perfecta para concluir infraestructuras inacabadas como el Ave –es inaudito que no haya llegado aún al que es actualmente el primer destino turístico de España-, pero cuyos resultados han sido más bien pobres, fuera de las exposiciones y conciertos que han tenido como epicentro La Alhambra, que sigue siendo el mejor exponente de la ciudad, gracias, entre otras cosas, al buen hacer de María del Mar Villafranca. De las propuestas presentadas, para las que había que poner de acuerdo al Ayuntamiento de Granada, la Junta de Andalucía y el Estado español, se han quedado en el tintero precisamente aquéllas que le hubieran dado más sentido a este evento, como la rehabilitación del Albayzín y el Sacromonte y la creación de un Museo de Historia Andalusí. Pero, al parecer, no era suficiente un presupuesto de 13,5 millones de euros. Y hoy, cuando uno pasea por el que probablemente sea el barrio histórico más hermoso del mundo, se encuentra con una belleza mustia, agrietada, que parece desmoronarse por el mismo peso de la historia, sí, pero, sobre todo, por nuestra propia indolencia.
Hay en el granadino una especie de encantamiento, como ocurre en otras ciudades que han vistos pasar los siglos. Una incapacidad fantástica para romper con una inercia política regocijada en sí misma o en su impotencia y que termina convirtiendo a las ciudades en mausoleos. Así, el paseo se convierte en un recorrido alucinado, como el de Bernhard por la Salzburgo arzobispal-nacional-católica, o el de Sebald por Amberes o Norwich en Los anillos de Saturno. En este libro podemos leer: La negación del tiempo, según el escrito sobre el Orbis Tertius, es el axioma más importante de las escuelas filosóficas del Tlön. Según este axioma, el futuro sólo tiene realidad en nuestros miedos y esperanzas presentes, el pasado meramente como recuerdo.
Se trata entonces de un tiempo detenido en un instante que ha transcurrido ya, el mero reflejo de un proceso irrecuperable. Porque las ciudades tienen, como nuestro cuerpo y nuestra memoria, un corazón que se consume con lentitud. Y sus habitantes sucumbimos también con cada iniciativa desperdiciada, con cada proyecto cultural o urbanístico que no sabe mirar a la vez hacia delante y hacia atrás. Pero quizá tengamos otros mil años para aprehender lo que somos. No perdemos la esperanza de que el Albayzín y el Sacromonte verdaderamente sean Patrimonio de la Humanidad.
El Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 7/02/2014

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