viernes, 1 de noviembre de 2013

La percepción del mundo

Los niños son las únicas personas que conozco que no dudan al decir lo que les ocurre, ni tampoco al decir lo que ocurre a su alrededor. Suelen tener una respuesta clara y concisa, que se parece a una definición o a una sentencia que los padres solemos escuchar atribulados, pensando quizá en qué día o año de nuestra vida nos dejamos la sabiduría, o tan sólo la facultad para oír, mirar y hablar sin que las percepciones vengan contaminadas por manías u obsesiones personales. Los neurólogos explican que nacemos con trillones de neuronas que van creando sinapsis entre sí que son como autopistas de la inteligencia, pero con el paso del tiempo el cerebro se plastifica y endurece, convirtiéndose en lo que cualquier niño llamaría una cabezota. Empezamos a no ver más allá de nuestras narices, y la realidad empieza a convertirse en algo caótico, limitado y previsible. Pero las reglas de un niño están claras: esto sirve para divertirse; esto procura felicidad y aquello no; los adultos –terminan pensando- son expertos en ser infelices. Desde luego, los adultos no tenemos toda la culpa, pero no deja de ser un juicio categórico, que tal vez hubiera compartido Kant con todos los niños del mundo.
Lo pensaba esta semana, al leer la noticia sobre la desaparición y feliz hallazgo de Juan Pedro García Écija, un joven esquizofrénico que vive en uno de los pisos tutelados que la Fundación Pública Andaluza para la Integración Social de Personas con Enfermedad Mental tiene en Granada. Los sucesivos desmantelamientos de la sanidad española han convertido a los enfermos mentales en individuos marginados en muchos casos, que no pueden acudir a sus familias ni a los centros hospitalarios que antes los acogían. Sin embargo, la mayoría son personas que tienen crisis esporádicas, pero que con el tratamiento –no necesariamente farmacológico- adecuado, pueden valerse por sí mismas. De hecho, suelen tener una percepción perspicaz y muy desarrollada, y no es extraño ver en galerías de arte el resultado de terapias ocupacionales que sonrojarían por su fuerza y sensibilidad a algunos de los artistas más cotizados actualmente en el mercado artístico por expresar el mayor valor contemporáneo: la nadería absoluta. Porque las opiniones ajenas te conducen a la nadería, sobre todo los elogios de algunos presuntos críticos que hacen de notarios de la industrial cultural, una industria patéticamente preocupada por el fin del arte, del libro, de la cultura y del mundo, pero que suele promocionar la estupidez, justificada con “un razonable nivel de ventas”.
En España, las políticas educativas y culturales de los sucesivos gobiernos democráticos han tenido como objetivo, o al menos como resultado, plastificar nuestra inteligencia, acabar con las sinapsis y los trillones de neuronas con los que veníamos al mundo. A los sucesivos recortes hay que sumarles nuestra nula creatividad política, nada que ver con la subvención de la cultura, que tanto nos gusta en Andalucía, donde somos expertos en anclarnos en nuestros gustos, nuestros prejuicios y nuestra ideología.
Pero, por fortuna, también ocurre lo contrario, y quien haya viajado estos días a Úbeda se habrá encontrado con que entraba en Mágina, la ciudad imaginaria novelada por Muñoz Molina en obras como Beatus Ille o El jinete polaco. La plaza de Andalucía se ha llamado la plaza del General Orduña, y han sido sus lectores y la Asociación Úbeda por la Cultura los que han querido celebrar la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras cambiando el nombre de las calles y plazas reales por los de Mágina. Además del cariño al escritor, ha sido el entusiasmo y su fascinación por un mundo imaginario lo que les ha llevado a transformar la realidad, aunque sólo sea temporalmente. Lo mismo que suele hacer todos los días el joven Juan Pedro García Écija en la soledad de un cuarto. Como cualquier artista de verdad, que nos ofrece luego su percepción singular del mundo.

El Mundo Andalucía (Viajero del tiempo), 1/11/2013

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